Mi alumno, Hugo Cruz, 3ºESO C ha ganado, en su categoría, el certamen de narrativa que el IES Padre Poveda celebra cada año con motivo de la celebración del Día del Libro. El jurado ha valorado la ambientación en la Guerra Civil (no muy común en chicos de su edad) y la madurez demostrada ante la recreación literaria de un drama que afectó a tantas familias: el drama de la ausencia, la incertidumbre y el silencio.
La escritura creativa es magia, es emoción, es recuerdo, es denuncia, es ficción y es una realidad. Por eso es tan interesante practicarla desde el aula, por eso este tipo de premios trabajados y merecidos nos llenan de ilusión. Enhorabuena para Hugo y para todos los participantes. La decisión ha estado reñida y eso solo significa una cosa: que vuestra sensibilidad literaria y creativa se está definiendo cada vez con más contundencia. Felicidades a todos los que usáis la lectura y la escritura como un escape que aporta cierto sentido a vuestra vida.
EN LA SOMBRA DE UNA GUERRA.
HUGO CRUZ.
Aún recuerdo la variedad de colores que se podían disfrutar en el campo de José Matillas, mi padre. Un hombre rudo e inteligente, que nada ni nadie conseguía derrumbar, al que nada le asustaba. Un marco familiar humilde, pero lleno de gentileza, modestia y bondad. A él se le sumaban mi madre y mis hermanos; Emilio y Matías. Solíamos disfrutar rodeados del marrón de la tierra, el verde de nuestros más preciados olivos y el morado de las ciruelas que tanto nos gustaban. A menudo, me quejaba por la cantidad de insectos que accedían a mi “habitación”, o que recorrían las paredes de esquina a esquina, algo que siempre produjo en mí cierto rechazo. Pero, según mi madre, esto se debía a un supuesto movimiento migratorio de estos bichos cuya única finalidad era encontrar cobijo para el invierno. Si así fuera, no entendería el porqué del continuo intento de acabar con ellos o la exaltación que presenta mi familia al verlos… y es que la realidad es otra. Vivimos en la casa de campo desde que unos hombres vinieron a desahuciarnos. Mis padres no tienen dinero para arreglar todo aquello que parece caerse encima. Las hormigas entran por la ranura de la oxidada puerta de metal, y mi madre lo único que pretende es hacerme ver una vida que no tenemos, la cual piensa que aún me creo, la misma que todavía finjo, y por la que hoy he de vivir en esta aparente normalidad. Era costumbre que Ángela, mi madre, saliera a pasear después del almuerzo, pues como ella decía; “el que bien come y bien digiere, solo de viejo se muere”. Pero esta vez, no fue así. Recorría el largor de los campos vecinos, canturreando algunos de los más tradicionales cancioneros. Llenaba aquel inmenso vecindario solo con su relajante voz, y un mensaje lleno de esperanza en sus letras. Paradójico, ¿verdad? Con una de las más crueles ironías de la vida, llegaba un episodio del que no pudimos pasar página. De hecho, aquel doblez de hoja dejó marcado el libro. Tras los asesinatos del teniente de la Guardia de Asalto, José Castillo y el diputado José Calvo Sotelo, rondaba por el pueblo la noticia de un posible gran enfrentamiento entre el Bando Sublevado y el Democrático, a consecuencia de un Golpe de Estado fallido. A priori, pensamos que ello no conllevaría grandes consecuencias en nuestras vidas, y mucho menos que nos pudiera perjudicar de tal forma. Incrédulos.
Fue al cabo de unos meses, cuando el peligro acechaba por las zonas colindantes, y nuestro temor aumentaba progresivamente. Siempre noté a mi padre temeroso, aunque mostrando cierta indiferencia para transmitirnos un mensaje de tranquilidad. No obstante, era notorio el miedo en el ambiente promulgado por parte de todos. Excepto yo, que siempre supe qué iba a pasar. Escuchamos disparos en la calle, quedaron atónitos ante tal suceso. Respiré hondo. Papá nos dijo que nos escondiésemos. Mi madre, asustada, elevó la falda de la mesa para adentrarnos en ella. Acto seguido, comenzó a cerrar las ventanas de manera sofocada y los candados quedaron bloqueados. A pesar de ello, una gran incógnita seguía protagonizando aquel entorno de pánico y temor, acompañada del temblor en las manos de mis hermanos y una voz quebrada que sollozaba bajo la mesa. Supongo que bajo nuestra infinita inocencia, reinaba la peligrosidad del momento. Minutos más tarde, golpearon fuertemente la puerta de nuestro humilde campo. Un grito de mamá rompió el desequilibrado silencio al que mi padre puso fin tapándole la boca de manera casi instantánea. Mis latidos se aceleraban a medida que el puño de aquellos hombres aporreaba hasta las ventanas de casa. Matías, mi hermano más pequeño, quería salir al encuentro con mi madre, pues lo único que necesitaba era un abrazo que le brindase la protección de la que carecía, pero yo lo retuve al momento. No era justo que él se viese también involucrado en aquel escenario, por lo que nos mantuvimos al margen, escondidos, controlando inclusive la intensidad de nuestra respiración. A través del pequeño hueco existente por la rotura de las sayas de la mesa, se revelaba un escenario prácticamente pusilánime, oscuro, frío. Escondido tras las cortinas (que con tanto gusto mi madre tejió), se hallaba mi padre y, con él, el miedo que desprendía. Notaba el sudor de su frente, el terror en sus ojos, a la vez que gesticulaba para que guardásemos silencio y estuviésemos tranquilos. Mientras tanto, intentaba transmitirle de forma no verbal que huyese por la puerta trasera de la cocina, pero él, seguro y conciso, se mantuvo en pie. Supongo que ya sabía que las consecuencias serían peores y únicamente agravaríamos el peligro de la situación, pues al fin y al cabo, el desenlace prometía ser el mismo. Aquellos hombres, a base de golpes, consiguieron derrumbar la puerta. En aquel momento, solo pude taparle los ojos a mi hermano menor, y abrazarlo con una reciedumbre que ni yo mismo supe de dónde salió
Honestamente, no tenía ni idea de qué estaba pasando, ni cuál sería el paradero de mi padre. Pero sí tuve algo muy claro, y es que no lo volvería a ver. Debajo de la mesa y con los ojos bien apretados, nos encontrábamos dos niños de 7 y 11 años que lloraban internamente la marcha de su padre. Y, con el intenso llanto de una madre y un portazo que estremece hasta las paredes de una humilde casa de campo, comienza la peor de las pesadillas. Unos cuantos silenciosos segundos determinan el desenlace de aquella escena, en la que, tras cruzar miradas temblorosas con mi madre, esta se dirige hacia mí para hacerme saber que todo iba a estar bien, excepto ella, que cayó al suelo, rota de dolor. Al cabo de unas horas, todos los hombres del pueblo quedan inmersos en un tren de color verde albahaca, con matices oscuros, que tenía como destino el final de aquellos inocentes luchadores. Mi madre, tras recomponerse y sacar la fortaleza que aguarda en su interior, sale completamente decidida hacia aquel tren que tantas vidas llevó consigo. Yo, sin pensármelo dos veces, corro detrás de ella para poder despedirme de mi padre. Lamentablemente, a lo lejos de aquellas ruidosas vías, se apreciaba una nube de humo que iba haciéndose prácticamente invisible en cuestión de segundos. El tren ya había salido. Mi madre, abatida por la situación, comienza a gritar despavorida, mientras que las vecinas allí presentes la tratan de calmar y socorrer. Dicen que hay recuerdos que nunca pueden ser olvidados por mucho que procures hacerlo... a mí, este me atormenta, me persigue, y lidera mis peores pensamientos. Pasaban los días, semanas, meses… y no sabíamos nada del transcurso de esa maldita conflagración. A mi pueblo casi no llegaban noticias, y era prácticamente imposible estar al tanto de lo que pasaba ahí fuera, aun más teniendo en cuenta el factor agravante del peligro que corríamos, pues no sabíamos qué podía llegar a pasar en cualquier momento. Además, los medios estaban comprados, ya que la información de cada uno de los bandos enfrentados ejemplificaba el soporte ideológico e incluso estético que representaban, adueñándose así de los más importantes métodos de transmisión de noticias, por lo que nos era imposible conocer la verdad absoluta o, al menos, parte de ella.
Lamento mucho ser la persona que tenga que dar voz a aquellos que se vieron coaccionados a gritar, y vivir en la sombra de una guerra. Sentir el deterioro de una familia que está atada a la desgracia, mientras continúa la esperanza del regreso de mi padre. Una esperanza que va disminuyendo en función del paso del tiempo. Agotable. Y… ¿sabes qué? A través de los ojos de un niño de 8 años se encuentra la inocencia en su estado más puro, pero no es nada fácil ser un niño en un mundo de adultos. Contemplar un escenario que ahora se vuelve negro, adoptar la figura paternal y ser consciente de una situación que, por el bien de tu familia, has de disimular, supone la completa exterminación de una infancia imposible de recuperar. Poco a poco fui creciendo y, proporcionalmente, entendía el porqué de muchas de mis incógnitas, la más profunda de ellas, por qué mi madre llora desconsolada, si jura que mi padre volverá. Al fin y al cabo solo quería hacernos ver que mi padre estaba de viaje, y prometía un regreso no muy lejano. Le hacía pensar que creía sus milongas con el fin de despertar en ella un pequeño rayo de satisfacción, aunque ello no supusiese prácticamente nada en una vida que ya estaba apagada. Pero fue el 1 de abril de 1939, cuando supe que todo había acabado. Llegó al pueblo la noticia de que el Bando Nacional poseía el poder y la autoridad. Los que sobrevivían, estaban de vuelta en sus hogares. Carmen, la vecina de enfrente, gritó hasta hacer saber a todo el vecindario que su marido había regresado a casa. Sin embargo, mi padre no volvía, ni volvió, ni volverá. Nuestro familiar y humilde campo donde reinaba la felicidad, ya no era más que la fase introductoria al posterior deterioro de todo aquello que amanecía colorido, de todo aquello que ahora es negro, y de todo aquello que alimentaba nuestro llanto, e irreparable dolor. Lo llamaban la Guerra Civil.