FELICIDADES POR VUESTRO PREMIO, POR LA CALIDAD DE VUESTROS TEXTOS Y POR LA EMOCIÓN QUE SIEMPRE DEPOSITÁIS EN TODO LO QUE HACÉIS.
ENHORABUENA CHICOS!!!!
MARTA GARCÍA QUIRANTE
LA
GALENA DE ROMA
Era
un día nublado, triste y tenebroso. Los legionarios avanzaban hacia un bosque
espeso, infranqueable. La tierra del camino se adhería con una gran facilidad a
las sandalias.
Cayo marchaba raudo. Un único objetivo asolaba su
mente, el de devastar un poblado íbero. Finalmente, tras varios minutos de
recorrido, consiguen llegar al emplazamiento.
Una
espada acompaña a cada uno de los soldados, que emocionados ante la operación
que posteriormente realizarán, deseaban ser eficaces, por lo que los escudos,
las lanzas y los estandartes romanos
permanecieron en el campamento.
Ante
sus ojos apareció la población. Era un conjunto de moradas amontonadas entre
sí.
No había rastro de ningún hombre. Supusieron que
estaban realizando otros labores que requerían el adentrarse en otros lugares.
A los
soldados les pareció una buena idea, pues no tendrían que luchar cuerpo a
cuerpo con ellos. Además, así se reduciría el número de bajas entre las filas
romanas.
Sin más dilación, los legionarios empezaron a segar
vidas de mujeres, niños y animales.
Cayo, como buen general que era, ajustició a numerosas
personas. Sin embargo, una de ellas tenía adherido, como si sus últimas fuerzas
conllevaran algo, a un bebé de unos
pocos meses.
La
mirada y la sonrisa de la criatura ablandó el corazón del oficial y , en vez de
ejecutarla, optó por cuidarla. Él no había tenido hijos, su esposa no podía
concebir y había matado a la madre de la criatura.
Finalizada
la masacre del pueblo íbero, los soldados romanos retornaron al campamento.
Cayo, emocionado ante la adquisición, decide llevarse
junto a él al bebé. Considera que debe
protegerla pues cree que en Roma
una mejor vida le podrá proporcionar.
Un nuevo día amanece en Roma. Los rayos del sol se posan en el
dorado cabello de Cornelia.
Hace
17 años que su padre adoptivo la trasladó desde la actual Hispania hasta la
capital del Imperio Romano. No se siente decepcionada con él, es más, ni se lo
plantea. Es duro perder a los padres biológicos, sin embargo, Cayo le facilita
una buena educación. Además de amarla y respetarla.
Cornelia
tiene un sueño, no el establecido por las propias patricias romanas. A ella le
encantaría ejercer el oficio de médico
en las legiones. No es camino fácil de recorrer, pues está totalmente prohibido
que una mujer lo pudiera llevar a cabo. Pero tenía que honrar el nombre de su
familia y no le sobrevenía una mejor
forma de realizarlo. ` ¿Qué mejor que
salvar una vida para sentirme plena?´,
se decía a sí misma.
Su
padre le había enseñado desde muy pequeña que una guerra no sólo se ganaba al
vencer al enemigo, sino al ayudar y cuidar a los soldados malheridos.
Esta noche no había dormido debido a
la negativa del Senado. Esta institución se
resistía en abolir la ley que
prohibía la práctica de la medicina en
las mujeres, indistintamente de la elevada posición social que tuvieran. Sin
embargo, ella rehusaba darse por vencida. Siempre había sido una niña muy
obcecada y testaruda, cuando quería algo no paraba hasta conseguirlo, y este
caso no iba a ser menos.
A pesar de las advertencias de los
senadores, que cada vez eran más habituales, Cornelia siguió con su objetivo.
Muchos fueron sus mentores, uno de ellos su gran amigo Atilio. Él procedía de
la Galia, de una ilustre familia que ejercía la medicina desde tiempos muy
remotos. Atilio le enseñó todo lo necesario para atender a los
legionarios, por ejemplo, cuando una extremidad debía amputarse.
No obstante, el
camino para ejercer su amada profesión no fue fácil. Muchos opositores
pretendieron atentar contra su vida en numerosas ocasiones. Por ello, decidió
continuar sus estudios en Atenas, donde Areteo de Capadocia le adoctrinó.
Un
día, encontrándose Areteo de viaje, el gobernador de Grecia se presentó ante
Cornelia, alegando que su esposa se encontraba de parto y ningún médico
encontraba el remedio para que la mujer no perdiera más sangre. Inmediatamente, la protagonista se
desplazó hasta el lugar.
Allí, varias
personas la recibieron, entre ellas la parturienta. Ésta se encontraba débil,
además de enferma. Minutos después, Cornelia apareció con una criatura entre
sus brazos. Todos los presentes se asombraron, ¿cómo una fémina pudo asistirla
en esas condiciones, en la que se daba por fallecida a la esposa del cónsul? Muy sencillo. La protagonista empleó numerosas
hierbas para el proceso. A continuación,
las infundió y se las dio a beber a la enferma. Tal efecto producían las
plantas que, en varios minutos, expulsó al bebé.
Tras el episodio
con la mujer, su nombre fue aclamado en las calles de Grecia. Todas las
personas deseaban que Cornelia las tratase.
Esta situación no tardó en desaparecer, pues la envidia no es buena
compañera. Muchos galenos se rebelaron
contra ella. Manifestaron que las
mujeres estaban inhabilitadas para ejercer la medicina y que los pacientes de Cornelia se
encontraban hechizados por la misma. Por todo ello, la protagonista tuvo que
abandonar su ocupación y dirigirse a
Egipto, concretamente a Alejandría.
Su fama traspasó límites. En su estancia en la
población egipcia pudo aprender de numerosos eruditos.
Tras
una década fuera de su añorada Roma, decide volver. En esta ciudad, determina completar su formación, para que finalmente pueda
unirse a las legiones.
De nuevo, la
diosa fortuna no se apiadaba de ella:
parte de la población padecía una grave epidemia. Mientras que las personas con una elevada
posición social podían permitirse médicos que contrarrestaran sus síntomas, los restantes morían. Todos estos
injustos hechos Cornelia no podía soportarlos. Por ello, decidió establecer en
su propia domus una consulta en el que podía atender a los aquejados. Gracias a
su pasión y su amor por la medicina pudo salvar
innumerables vidas.
Tras finalizar
este episodio, y con brillantes hazañas en su historial, decide volver a enfrentarse
de nuevo con el Senado. Éste, tan terco
como antaño, decide que la única solución para que Cornelia desaparezca
sea su ingreso en una legión para
asistir a los heridos.
Días más tarde, la protagonista marchaba
junto a una legión, la III, a través de un inhóspito sendero. La
oscuridad reinaba en el lugar. De
pronto, unas flechas surgieron de la
maleza, alcanzando a varios soldados. Todo esto ocurrió de una forma veloz. Los
atacantes, además de abatir, raptaron a los supervivientes, excepto a Cornelia.
Ésta se encontraba escondida en un arbusto, por lo que no pudieron
localizarla. A continuación, abandonó su
posición. Ante ella apareció una escena que desde entonces todas las noches
asola su mente: las cabezas de los legionarios se encontraban ensartadas en
unas ramas de árboles y los estandartes romanos
destrozados.
Varios
días después, gracias a su constancia, consiguió acceder al campamento romano.
No fue una bienvenida calurosa, puesto que era una mujer. Sin embargo, pudo
recuperarse debido a la gran cantidad de
comida y vino que le ofrecieron.
Varios años después, en una villa de Roma...
-¡Ahh! Por Cástor y Pólux. ¡Qué daño!
-Lo siento. Vuestra herida se encuentra en un lugar
muy remoto y es imposible curarla sin que la roce.
Cornelia se levantaba. Ya había realizado su labor.
Desde ahora, la Fortuna le sonríe. Gracias al tesón de su padre y sus aliados
en el Senado, la ley que prohibía el ejercicio de la mujer en la medicina no
existe. En la actualidad, es una galena muy importante en la sociedad romana.
Ahora, todas las personas, indistintamente de su posición social, la reclaman.
Hace unos minutos, había atendido a uno de sus mayores oponentes. Éste incluso
había contratado sicarios para finalizar la vida de la muchacha. Pero Cornelia, muy eficaz en su oficio, para
vengarse de él hizo que sus heridas dolieran más.
PABLO LÓPEZ MEDINA
Historia de un pícaro en el s. XXI
Mi nombre es Pedro Carrasco, y nací en un pueblo de Toledo. Era el menor de
cuatro hermanos, hijos de Paco Carrasco y Josefina Hurtado, ambos de profesión
lecheros.
A los seis años fui por primera vez a la escuela, algo que de agradable
tuvo poco para mí. No es que fuera mal estudiante, sencillamente no mostraba
interés. Cosas malas me pasaron en la escuela; por suerte, por cada cosa mala
me venía una buena: entablé amistad con un chavalico llamado Martín González,
originario de una ciudad más al sur, con un nombre difícil de memorizar. Todos
mis compañeros eran muy buenencicos y daban coba a los maestros. Yo ni era un
diablo ni tampoco un santo, pero a los maestros les sentaba mal que no sintiera
admiración hacia sus personas. Martín era todo lo contrario a aquellos mis
compañeros. Pensábamos igual y compartíamos aficiones. Aún recuerdo las buenas
tardes que pasábamos importunando a un chico llamado Enrique el Bolilla
(desconozco el significado de este mote). No era un estudiante brillante, al
igual que un servidor; la razón de nuestras burlas era que nos daba rabia su
persona (hago este apunte para aclarar que no hacíamos maldades por envidia).
Eso sí, el Bolilla no se cruzaba de brazos y nos daba buenas zurras. Al llegar
a casa, nuestros padres también nos zurraban por meternos con los demás niños
del pueblo.
A los quince años mi padre me puso a trabajar en el campo, donde ya
trabajaban mis otros hermanos. Sembrábamos verduras y hortalizas, y
elaborábamos cestas y otros objetos con lino o esparto. Todo eso lo vendíamos
posteriormente en el mercado.
A Martín tampoco le gustó demasiado su trabajo como carpintero. Éramos
inocentes, soñadores, ilusos, y creíamos que sabiendo contar hasta diez o
recitando el abecedario llegaríamos muy lejos. Deseosos de hacer algo
importante en la vida, nos marchamos del pueblo para no volver más. Decidimos
tirar hacia el sur, porque queríamos ver el mar desconocido para nosotros, ya
que no conocíamos más mundo que nuestro pueblo. Queríamos ir al sur, pero
nuestra inexperiencia en orientación nos condujo a Oropesa. La caridad de las
personas es tan grande que ni se molestan en parar sus vehículos al ver a dos
jovencillos plantados a un lado de la carretera haciendo señas. Los coches
fueron lo más increíble que vimos al irnos de casa. Desde que me alcanza la
memoria, nunca había visto ninguno, y la primera vez que pasó delante de mí un
coche me emocioné.
En llegando a Oropesa, nos topamos con una feria ambulante a la que
decidimos unirnos, ya que teníamos entendido que se dirigía a Granada. Nuestra
tarea era muy importante: éramos los chicos encargados de los abrigos. Puede
parecer que no tiene tanta relevancia dicha tarea, pero yo puedo demostrar lo
contrario: mucha gente bien inocente, o bien descuidada, nos dejaba sus abrigos
con carteras llenas de dinero. Nosotros, dos pícaros por naturaleza,
minuciosamente registrábamos todos los chaquetones que a nuestro cargo se
quedaban. Eso sí, tomábamos precauciones: sólo nos hacíamos con una pequeña
parte del botín, para evitar posibles sospechas. Y por supuesto, nuestro jefe
no sabía nada de nuestras fechorías. Ese grandísimo avaricioso (más avaricioso
y se convierte en rata) nos pagaba nuestras horas de trabajo con unas cuantas
monedillas, y lo hacía cuando quería. Podría decirse que Martín y yo nos
tomamos la libertad de subirnos el sueldo.
Por desgracia, nada es eterno: un buen día, uno de los visitantes de la
feria nos pilló durante una de nuestras faenas. Tal fue el cabreo que pilló el
hombre que nos agarró a cada uno de un brazo y nos llevó en volandas hasta la
caravana-despacho de nuestro jefe. Nos calificó como “esos dos sinvergüencillas
que registraban los abrigos”. El jefe nos echó de la feria y nos abandonó en
mitad del campo. Eso sí, tuvo un buen detalle: como aquella tarde estaba
refrescando, antes de irse nos dejó bien calentitos. Nos golpeó con todo lo que
pilló menos con las manos. Íbamos por el campo que parecíamos dos personajes
sacados de un cuadro de Goya. Éste fue el primer palo que nos llevamos, y desde
luego no sería el último.
Con el dinerillo que habíamos ganado, decidimos hacer realidad nuestro
deseo de ir hacia el sur. Nuestro siguiente destino fue Granada. Es curioso que
en estos meses que llevamos fuera de casa hayamos visto más mundo que en toda
nuestra vida. Allí en Granada, en las principales calles hay multitud de
artistas callejeros, o simplemente gente que pide limosna. Rápidamente entablamos
amistad con toda esta gente. Pronto, la falta de dinero pasó factura: la
amistad se fue tensando. Martín y yo comprendimos que tendríamos que poner en
marcha otro engaño. No fue difícil: de vez en cuando, Martín formaba un
escándalo en la calle (por ejemplo, fingía desmayarse). Entre la confusión, yo
iba limpiando los ceniceros o sombreros en los que nuestros compañeros de la
calle guardaban sus ganancias. Esta vez no era necesario tomar tantas
precauciones, ya que era difícil sospechar de dos chavalicos jóvenes e
“inexpertos” (ya se sabe el por qué de las comillas) con tanta gente en la
calle. El dinero no era problema; la comida, sí.
En la feria, nuestro jefe era el más tacaño del mundo para pagarnos, pero
con la alimentación era más generoso: todos los días nos metíamos una buena
ración entre pecho y espalda. Aquí era diferente. Pasamos una semana sin nada
que llevarnos a la boca, hasta que un día descubrimos la tienda de alimentos
precocinados de la señora Rufina. Todos los días íbamos a visitarla, y nos daba
algo de comer. << Anda, criaturicas, comed, comed, que en edad de eso
estáis >>, decía. Nuestra intención era pagar, pero la buena doña Rufina
se negó en rotundo a aceptar nuestras monedillas y nosotros no insistimos
demasiado.
Como dije anteriormente, nada es eterno, y esta vez no iba a ser diferente:
conocimos a Rodolfo, el marido de Rufina. A este “maravilloso y atento”
hombrecillo le atormentaba día y noche la idea de que dos pillos se
aprovechasen de su inocentona esposa. Se notaba mucho las ganas que tenía de
deshacerse de nosotros, y lo consiguió: un buen día para él y malo para
nosotros, ese perro viejo nos pilló en una de nuestras estafas. Como buen
pregonero, anunció a voces lo que había descubierto, y nos obligó a huir. Era
eso, o acabar calentitos de nuevo.
Con los dinerillos ahorrados, pudimos permitirnos un taxi. Nuestro
siguiente destino fue Cabo de Gata. Al fin vimos el mar, que tantas ganas de
ver teníamos. En la playa nos fue bastante bien: conseguimos “empleo” (entre
comillas porque todos sabían que trabajábamos allí menos el jefe) en un
chiringuito de playa. El jefe no es que tuviera pocas luces, lo que pasa es que
siempre estaba demasiado ocupado como para fijarse en nosotros. El resto de
camareros no nos delataron por dos razones. La primera, porque les hacía mucha
gracia nuestro ingenio. La segunda, porque cada dos o tres días nos sentábamos
en una de las mesas como clientes, y comíamos a la carta. Pagábamos los
servicios de los camareros con nuestros ahorros.
Como no éramos empleados, no recibíamos sueldo. Eso no era problema, porque
los clientes nos daban buenas propinas. Esas propinas constituían nuestra
principal fuente de ingresos. Teníamos otra fuente más: todas las mañanas
recorríamos la playa en busca de conchas y piedras bonitas, y luego
elaborábamos baratijas (collares, pulseras…) que vendíamos a los bañistas. A
pesar de lo que parece, también era una buena fuente de ingresos. Poco a poco
fuimos amasando una pequeña “fortuna”.
Si algo he aprendido a lo largo de todo este tiempo es que el dinero es el
centro del mundo: muchas personas hacen locuras por dinero. En menor medida,
nosotros también hemos sido así, puesto que el objetivo de nuestros engaños y
estafas era ganar dinero. Esta dependencia hacia el dinero surgió en el momento
en el que nos independizamos; cuando éramos pequeños, no apreciábamos un puñado
de monedas tanto como ahora. En conclusión, el dinero tiene un papel tan
importante en nuestras vidas que es capaz de mover montañas.
Tras este pequeño inciso, sigo narrando: tras una temporada en la playa,
nos cansamos de ella y nos fuimos en busca de otro trabajo. Durante cinco años
estuvimos trabajando en todos los trabajos que se puedan imaginar. Además de
evolucionar como personas, lo hicimos también intelectualmente. Dejamos a atrás
a aquellos jovenzuelos catetos que sólo sabían contar hasta diez y recitar el
abecedario.
Por aquellos tiempos conseguimos el mejor trabajo que habíamos tenido hasta
el momento: mecánicos. Para mí, reparar coches tiene su encanto. Es una gran
sensación la que te entra cuando piensas que el dueño del coche estropeado
depende de ti. No me habría importado dedicarme más tiempo a la mecánica, pero
me surgió algo mejor: la política. En efecto, vuestra merced ha leído bien. No
parece lógico que un mecánico llegue tan lejos, pero bien sabido es que en la
política puede meterse todo aquel que lo desee. Fue bastante divertida la forma
en que comencé en este mundillo: mi último trabajo como mecánico consistió en
reparar el motor de un coche que resultó ser el de un político. El nombre de
dicho político me sugirió que podía ser de descendencia católica. Los políticos
por lo general van bien peinados, trajeados… en definitiva, guardando las
formas. Pero este que yo me encontré no parecía estar envuelto en esto de la
política por su peinado (una coleta baja) y su forma de vestir. Esa misma
mañana estuve leyendo el periódico y quise hacerme el inteligente delante de
él: que si no se qué del IVA, que si no se qué del IBEX, que si no se qué de la
PAC… Tal fue el asombro de este político de ver un mecánico tan entendido en
economía que me ofreció unirme a su partido. Al parecer ya mismo había
elecciones, y este político quería sustituir a un tal Eloy o algo así como
presidente.
Cuando nos reuníamos en el Congreso de los Diputados, todo el mundo hablaba
de términos que yo desconocía. Es más, si hubiera alguien que hablara japonés
le entendería mejor. A pesar de las dificultades, desarrollé una técnica
infalible: cada vez que se dirigían a mí, miraba fijamente a la persona que me
hablaba y asentía. Cuando acababa, independientemente de lo que dijera, yo le
daba la razón. Algunos que ya dominaban esta técnica dieron el siguiente paso:
jugar a juegos en el móvil. Recuerdo que una vez me llevaron a la Cámara de los
Eurodiputados, y me tocó hablar con un político del Reino Unido. No sabía
inglés, así que tuve que improvisar: llevé a cabo mi técnica de asentir y dar
la razón, pero como no sabía decir “tienes razón” en inglés, se me ocurrió
repetir las últimas palabras que dijo mi interlocutor. Así lo hice, y el
inglesico me miró con cara de perplejidad y se fue.
Mientras yo me codeaba con los políticos, Martín seguía en el taller.
Intenté meterlo a él también en mi partido y no hubo problema: al parecer esto
de la política funciona por enchufe.
Ya casi podíamos considerarnos políticos, pero nos faltaba el último paso:
hacer una estafa.
Algunos blanquean capital, otros crean paraísos fiscales en Andorra o
Panamá… Y yo me pregunté ¿y por qué no hacer eso mismo pero más cerca de
España, o incluso dentro? Así lo hice. Metí dinero negro en una cuenta bancaria
en un pueblo que ni conocen los que viven allí. No me acuerdo de cómo se
llamaba. Me salió mal la estafa y me pillaron. Me obligaron a devolver todo lo
robado, pero no tenía ningún duro. Por eso, los de mi partido se tuvieron que
hacer cargo de la deuda. Tras una serie de pagos y visitas a los juzgados,
quedé libre de cargos y volví a mi taller, donde estaría más tranquilo (en
realidad los de mi partido me echaron).
Después de políticos, Martín y yo trabajamos en muchos más sitios, pero
creo que ya me estoy alargando demasiado, así que para que descanse vuestra
merced de tanta lectura, ya contaré esas historias en otra ocasión y aquí me
despido.