No es la primera vez que ocurre. Patricia De Haro vuelve a ganar el Concurso de Relatos del IES Padre Poveda. Enhorabuena por tu constancia y por este relato tan bien construido que pone de manifiesto dos cosas importantísimas: que has sido siempre una lectora voraz y que cada día te gusta más escribir. Muchas felicidades. Disfruta de tu premio. Dejo por aquí tu texto para que todo el mundo pueda leerlo.
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Observo mi reflejo en el espejo del baño mientras mi
madre me coloca el pelo en un moño y me lo cubre con la cofia negra, como hace
cada mañana. Algunos rizos se resisten y veo como caen por mi cara, tapando mis
ojos verdes. En otras circunstancias, mi madre me habría ayudado a retirarlos
entre risas. Sin embargo, hoy tiene una actitud muy diferente a la que suele
tener cuando el día comienza. Su sonrisa armónica que nos contagia su buen humor
para comenzar con ganas la jornada se ha visto sustituida por un semblante
inexpresivo y serio, a través del cual se escapan involuntariamente pequeños
indicios de nerviosismo. Se seca el sudor en el delantal y, con las manos
temblorosas, me pasa el atuendo que tenemos guardado para las ocasiones
especiales: un vestido de seda de color azul con pequeños detalles bordados en
negro. Me queda algo corto, quizá demasiado. A pesar de llevar unas botas de
cuero, los tobillos se me ven bajo la falda, así que me pongo unos calcetines
mucho más altos para tapar mi piel. Hace demasiado tiempo que no me lo pongo.
La vida aquí es tan monótona que no hay lugar para ocasiones especiales. Cuando
salgo del baño, se acerca dudosa a mí. Me observa con ojos vidriosos y tristes,
y después de pensarlo un poco, la abrazo muy fuerte por un rato largo, o quizá
no tan largo, pues en sus brazos el tiempo siempre se paraliza y las agujas del
reloj permanecen petrificadas, hasta que las devuelve a la vida con su aliento
cuando me susurra al oído:
-Estás preciosa. Feliz cumpleaños, Lena. Tómate tu
tiempo, cuando creas que estás lista avísame, te estaremos esperando en la
puerta.
Hoy cumplo 16 años, pero ojalá este día no hubiese
llegado nunca. Sin apartar la mirada de la ventana, oigo como cierra la puerta
de mi habitación y, cuando se aleja, suelto el aire que estaba conteniendo y me
paro a observar a mi alrededor con detenimiento. Me centro en los sonidos que producen los
niños correteando de camino a la escuela, las ruedas de las carretas que
transportan cientos de kilos de trigo recogidos en las cosechas, los vecinos
dirigiéndose a sus respectivos puestos de trabajo… en definitiva, me centro en
los sonidos de la comunidad, mi comunidad. Aquí todo funciona de forma
diferente, pues prescindimos de todas aquellas comodidades que ha ido creando
la civilización: carecemos de electricidad, electrodomésticos y automóviles,
así como del resto de objetos que impliquen algún lujo en el día a día. Mi padre,
desde que era muy pequeña, nos ha hecho creer a mi hermano y a mí que este es
el estilo de vida que hay que llevar si queremos alcanzar la paz espiritual
plena. Debemos llevar una vida altruista, en la que todo sea por y para
beneficio de todos. El egoísmo es considerado el más puro veneno en nuestra
comunidad. Además, nuestra vida debe ser sobria, carente de comodidades, lujos
y privilegiopropios de una civilización corrompida por la tecnología y los
medios de comunicación, que convierten a dichas personas en un rebaño sin
criterio que sigue las directrices de unos pocos que cuentan con todo el poder.
Así lo dice la Ordnung, la ley suprema que nos une a todos nosotros, a todos
los Amish. De repente, la nostalgia me invade, haciéndome echar de menos algo a
lo que aún no he dicho adiós. Me consuela saber que este adiós será por tiempo
limitado, tras el cual todo volverá a la normalidad. Armándome de un valor que
no existe, salgo de mi habitación siendo plenamente consciente de que una vez
que cruce el umbral de la puerta, todo cambiará. Será el principio del fin; el
fin a la seguridad y la tranquilidad de la comunidad que introduce el principio
de una nueva vida llena de incertidumbre y, aunque me cueste reconocerlo, llena
de miedo.
En silencio, mi familia y yo nos dirigimos a la
plaza, el centro neurálgico de la comunidad. A medida que vamos avanzando, las
figuras de mis vecinos se suceden en sus distintos puestos de trabajo,
multiplicándose poco a poco. Es la primera vez que me fijo tanto en sus rostros
y su anatomía, tan cansados y desgastados por el exceso de trabajo que asusta.
La mayoría de ellos no superan los 35 años, pero su eficiencia se ha visto
mermada por las largas jornadas a las que están expuestos. Obvio un poco esta
situación con el consuelo banal de pensar que lo hacen por y para el beneficio
de todos los que formamos parte de la comunidad. A pesar de que mi madre
intenta hacerme sentir tranquila y cómoda, las miradas inquisidoras de mi padre
me provocan un sudor frío por todo el cuerpo. Sé perfectamente qué es lo que
quiere transmitir con ellas. Sus amenazas llegan a mí y se me clavan en lo más
profundo sin necesidad de articular palabra, haciéndome saber que no puedo
abandonar la comunidad como hizo mi hermano, hace hoy exactamente 12 años. Apenas
puedo recordar cómo eran las facciones de su cara, simplemente guardo algunos
momentos en los que jugábamos juntos, donde dejaba ver su personalidad
completamente rebelde, competitiva e independiente. Sin duda alguna, si abandonase
la comunidad, sería una deshonra para mi padre y para toda mi familia, además
de un peligro para mi propia integridad. A aquellos que abandonan se les llama
desertores, y están en busca y captura por las fuerzas más importantes de la
ciudad: los generales. Ellos lo controlan todo. Son los encargados de mantener
a la comunidad unida, por lo que cuando alguien abandona, debe ser perseguido,
pues se cree que se ha aprovechado durante toda su vida como miembro Amish de
los beneficios que la comunidad le ha ofrecido. Cuando llegamos a la plaza, la
ceremonia ya ha comenzado. Intento distinguir caras conocidas entre la multitud,
pero no lo consigo, lo que hace que mi miedo aumente aún más al tener que
enfrentarme a esta experiencia sola. Los gritos de júbilo se suceden entre los
allí presentes, lo que hace que mi expresión se torne cada vez más perpleja al
no comprender el por qué hay tanta felicidad a sabiendas de que estamos a punto
de salir de la comunidad por un periodo de tiempo aún sin determinar. Una vez
que llega el General Mayor, todo el mundo calla. Suelta un par de líneas sin sentido
a modo de discurso insustancial al que no presto mucha atención. Un golpe de mi
padre en el hombro es lo que me hace espabilar y retomar el hilo de sus
palabras:
-Ahora que todos habéis cumplido 16 años, queda
inaugurado vuestro Rumspringa. Vais a ser capaces de conocer cómo se vive en lo
ajeno a nuestra comunidad, pues queremos comprobar si habéis alcanzado el punto
álgido de vuestra madurez. En la comunidad creemos que estáis lo
suficientemente preparados como para salir bien parados de esta pequeña prueba
en la que estaréis en pleno contacto con todo lo que creemos que corrompe al
ser humano: lujos, vicio, comodidades y otros innumerables placeres. Tras él,
decidiremos qué trabajo os será asignado para contribuir al mejor funcionamiento
de nuestro hogar, teniendo en cuenta si habéis sido capaces de evitar la caída en
las tentaciones que os aparecerán en el camino. Dicho esto, disfrutad de
vuestro tiempo en contacto con la civilización. Éste siempre será vuestro hogar;
estaremos esperando vuestro regreso con los brazos bien abiertos.
Sus palabras suenan igual de frías que el abrazo que
me da mi padre al despedirse de mí. Justamente antes de subir al carro que nos
llevará a la ciudad, mi madre me para en seco, me aparta un poco de la multitud
y me entrega algo de dinero para poder desenvolverme bien y un pequeño colgante
de esparto hecho por ella misma. Cuando le pregunto, evade el darme una
respuesta.
-Confía en mí. Guárdalo y cuídalo como si fuese tu
último aliento de vida. Y sobre todo y más importante, no te lo quites nunca.
Lo vas a necesitar.
Me da un último abrazo y me ayuda a subir en el
carro. Sus palabras resuenan en mi cabeza y me martillean constantemente
durante todo el viaje. Intento buscarles un significado, pero no lo consigo.
Supongo que aún tengo tiempo de encontrarlo; nos espera un largo y duro
trayecto hasta llegar a Filadelfia (513 kilómetros desde Cranberry, distrito en
el que se encuentra nuestro grupo, para ser más exactos). Durante el viaje,
entablo algo de conversación con otra chica cuyo rostro muestra la misma
expresión de pavor que tenía mi madre cuando me vio subir en este carro, lo que
me provoca una sensación extremadamente familiar y me hace sentir un poco más
cómoda, permitiéndome así evadir momentáneamente los pensamientos tan
destructivos que se agolpan en mi cabeza y pelean por salir a la superficie. Es
una muchacha de baja estatura, pelo corto y rubio, sumamente risueña. Su nombre
es Celia, y, a pesar de sus intentos para mantenernos a flote y evitar que
ambas nos derrumbemos, creo que si tengo que permanecer por mucho más tiempo
encerrada en esta caja de madera vieja que comienza a pudrirse acabaré
perdiendo la poca cordura que me queda. El tenernos a todos aquí hacinados
provoca que la calidad del aire vaya empeorando. Los olores se mezclan entre
sí, al igual que lo hacen las voces. De repente, empiezo a sentirme
desorientada, mareada, así que me dejo llevar y acabo cayendo en un sueño muy
profundo. En él, aparece la figura de mi hermano, aún sin rostro. Ambos
entablamos una carrera hacia el porche de nuestra casa para recibir a nuestro
padre tras una larga jornada de trabajo. Antes de que podamos fundirnos en un
fuerte abrazo con él, los generales lo frenan en seco y lo tiran al suelo. Mi
hermano intenta abalanzarse sobre ellos, pero mi madre lo detiene y nos protege
a ambos tras su espalda. Los gritos y los golpes se suceden, y en ese momento
me despierto. No estoy segura de si ha sido una pesadilla o más bien un
recuerdo que permanecía oculto por la conmoción de las imágenes.
- ¡Eh, espabila! Estamos a punto de llegar a
Filadelfia. Tan sólo nos quedan 10 minutos. ¿Qué es lo primero que vas a hacer
al bajar? – me pregunta Celia mientras me zarandea efusivamente para que
termine de despejarme.
- Creo que buscaré algún sitio en el que poder pasar
la noche y algo de comida – contesto, sin estar muy segura de mi respuesta, ya
que ni siquiera me había parado a pensar en ello.
- Voy contigo.
Le sonrío y le asiento como muestra de aprobación,
tras lo cual se le iluminan los ojos. Creo que a ambas nos hará falta algo de
compañía en estos momentos.
Bajamos del carro y nuestras miradas van dirigidas
en unísono al cielo, intentando averiguar dónde se sitúa el fin de los
edificios tan altos que cubren toda la ciudad. Perplejos, nos vamos dispersando
unos de otros. Aún incapaz de salir de su asombro, Celia me pregunta:
-Bueno, ¿ahora qué? – el miedo vuelve a apoderarse
de ella, así que tengo que tomar las riendas de la situación. Tengo claro que
el apoyo que me puede brindar en estas circunstancias puede ser determinante
para no desistir, así que, al igual que hizo ella conmigo durante el viaje,
intento calmarla.
- ¿Tienes hambre? – asiente con la cabeza – Ven,
vamos a buscar algún sitio en el que podamos comprar algo de comida; más tarde
veremos donde podemos pasar la noche.
Entramos a un establecimiento enorme, lleno de
baldas repletas de comida. En la comunidad, para poder obtener comida debemos
esperar al sábado, día en el que los agricultores muestran los productos de sus
cosechas en la plaza. Cada familia tiene asignados cierta cantidad de
productos, la cual no puede excederse. Aquí todo es diferente: la gente tiene
la libertad total de comprar cualquier cosa que desee, sin cantidades
preestablecidas ni límites de ningún tipo. Acabamos decantándonos por un par de
manzanas y algo de pan por el módico precio de 1 dólar. Salimos del
establecimiento. El combustible de los automóviles, la gente corriendo de un
lado para otro, las luces y el ruido que envuelve la ciudad es completamente
atrayente, pero cuanto menos aturdidor. No nos deja pensar con claridad, así
que, cuando encontramos un pequeño callejón donde todo parece algo más
tranquilo, nos introducimos en él. Mientras comemos y pensamos qué será lo
siguiente, vemos como alguien sale de la puerta trasera de un establecimiento a
fumar. Es un muchacho de no más de 20 años de edad. No le presto mucha
atención, pues su apariencia es la de otro filadelfiano más: atuendo desaliñado
pero sencillo, compuesto por una camiseta y unos vaqueros, pelo despeinado,
aire misterioso, pero con una sonrisa cálida y cercana.
-Oye Lena, ¿y ese colgante? Es muy peculiar.
-Me lo dio mi madre justo antes de partir.
Me saco el colgante del cuello y se lo doy a Celia
para que pueda verlo más de cerca, cuando de repente veo como el muchacho se
acerca hacia nosotras a pasos agigantados. Le quita de un tirón el colgante de
las manos a mi compañera de viaje y lo observa, mientras me mira. Es raro, pues
es la primera vez que no soy capaz de distinguir qué es lo que quieren decir
sus ojos. No son inexpresivos, pero tampoco los llego a comprender. Intento
arrebatarle lo que es mío, sobresaltada, pero, para mi sorpresa, me lo entrega
sin mostrar resistencia y se esfuma rápidamente, haciendo una mueca y
frunciendo las cejas. Celia empieza a reírse para restarle seriedad al asunto.
-Creo que ya podemos inaugurar la lista de
``anécdotas extrañas que nos han ocurrido en Filadelfia´´, ¿tú como lo ves? –
me río con ella, pero en el fondo sé que esto es algo más que una simple
anécdota y que ese chico intentaba decirme algo. Supongo que siempre me quedaré
con la duda.
Esa misma noche, encontramos un hostal muy barato en
el que dormir. Es todo sumamente extraño. Las velas y las lámparas de aceite se
han visto sustituidas por bombillas, y, a diferencia de casa, el agua no está
almacenada en barriles, sino que circula a través de un alcantarillado hacia
una serie de grifos colocados por el baño. Sin duda, todos estos lujos harían
nuestra vida más cómoda, pero no puedo desenfocar la vista de mi objetivo:
superar esta prueba con creces para conseguir ser alguien de provecho en la
comunidad.
En los siguientes días, mi objetivo se va
difuminando cada vez más: he usado el transporte público, los electrodomésticos
del hostal, incluso he encendido la televisión y he ojeado las emisiones de
forma superficial.No sé si echo de menos o no la comunidad. Siento que me estoy
dejando llevar demasiado, pero la sensación que otorga la palabra libertad me
provoca un sabor agridulce que estoy exprimiendo al máximo dentro de los
límites de mi responsabilidad. De repente, Celia entra a mi habitación para
invitarme a salir con unas chicas que ha conocido recientemente. La mirada
inquisidora de mi padre aparece en mi memoria, pero acepto la invitación aún
con recelo, con el pretexto de tener que proteger a mi amiga. Al llegar al lugar
de encuentro, se presentan. Sin duda todas ellas parecen chicas sumamente
simpáticas y agradables, pero no me abro demasiado. Mi instinto me hace saber
que aún no estoy totalmente acostumbrada a este ritmo de vida tan desenfrenado,
ni creo que quiera hacerlo, pues sé que tarde o temprano tendré que volver a la
cotidianeidad. Entramos a una discoteca gigantesca. Celia y el resto de chicas
parecen estar disfrutando de la noche. Se dejan llevar por el ritmo de la
música e incluso aceptan sustancias de todo tipo. El olor a alcohol y sudor
crea una atmósfera húmeda, casi irrespirable. Intento detener a Celia, pero ha
perdido el autocontrol por completo y, llegados a este punto, creo que es ella
la única que puede salvarse a sí misma. Una vez que estoy decidida a irme, me
giro hacia la puerta y lo veo. Ahí está de nuevo. Es el chico de la mirada
inexpresiva, observándome fijamente como si intentase leer cada sílaba de mi
pensamiento. Me hace un gesto con la cabeza para que salgamos fuera. Él lo hace
primero. Le sigo, confiada, con una actitud serena y tranquila que me sorprende
gratamente.
-He estado esperando este momento muchos años, Lena.
¿No vas a decirme nada?
Con la voz entrecortada y el corazón en un puño,
consigo articular palabra
-Creo que no nos conocemos. Te has confundido de
persona, lo siento mucho.
Doy media vuelta para irme, pero el muchacho
desconocido de mirada inexpresiva me agarra rápidamente de la muñeca y posa
sobre mi mano un objeto de tacto similar a mi colgante de esparto. Sin
atreverme a mirarlo, palpo su forma y descubro que es muy similar al que llevo
en el cuello, prácticamente idéntico.
- ¿Aaron? – Balbuceo, sin saber si espero una negativa
a la pregunta.
-Entiendo que no me reconozcas, ha pasado mucho
tiempo desde la última vez que te vi. Tenías 4 años. Aún conservas la misma
cara de pícara y tus mejillas sonrojadas. Sé que probablemente no quieras saber
nada de mí, y lo entiendo. Pero tengo algo que contarte, y es importante que me
escuches con atención. Mamá nos dio ese colgante para que nos reconociésemos
una vez llegados a este punto. También me dio esta carta cuando comenzó mi
Rumspringa. En ella me explica toda la realidad de la comunidad, Lena. Y mi
objetivo ahora no es volver a esa cárcel a la que llamas casa, sino salvarte de
la condena de que tengas que pasar ahí dentro el resto de tus días.
- ¿Por qué abandonaste? ¿Por qué nos abandonaste a
papá, a mamá y a mí?
-La comunidad no es lo que parece. No es todo tan
idílico como los generales nos hacen creer. Nos utilizan como simple mano de
obra. Nos hacen creer que la igualdad es posible, que todos somos iguales en
recursos y oportunidades allí dentro, pero nada más lejos de la realidad.
¿Recuerdas cuando éramos pequeños y los generales apalearon a papá delante de
nuestros propios ojos? Dime, ¿lo recuerdas? – asiento, recordando el sueño que
tuve en el trayecto a Filadelfia. – pues bien, la razón de que esto ocurriese
fue el descubrimiento de toda la verdad gracias a papá. Todo fue un accidente,
él no quería atentar contra la comunidad, pero desde entonces, le obligan a
trabajar el doble y las amenazas le llegan constantemente. Por eso defiende
tanto el funcionamiento de nuestro grupo. Y por eso mamá quería salvarnos de
él. Utilizan esta prueba para ver qué mentes son las más fieles al régimen y
cuales tienen una personalidad mucho más rebelde y caótica, como es la nuestra,
para darles trabajos mucho más forzosos y mantenerlos siempre bajo su mando.
Ten, aquí tienes la carta, por si quieres leerlo con tus propios ojos y crees
algo más lo que te estoy diciendo si procede de puño y letra de mamá.
Mientras leo la carta, mi hermano intenta
convencerme de que huya con él. Estoy tan confusa y tan perdida ahora mismo que
no soy capaz de darle una respuesta. Reconozco el colgante, reconozco la letra
de mi madre en la carta, pero toda esta información me viene tan de repente que
no sé si debo fiarme. Me tiende la mano para que huya con él. Yo, una
desertora. Pienso en mi familia.
-Ellos ya no tienen la oportunidad de salvarse.
Están condenados a vivir en una esclavitud camuflada bajo un disfraz de
igualdad y equidad. Nosotros aún estamos a tiempo.
Me tiende la mano para salir corriendo, juntos.
Justo cuando las puntas de mis dedos rozan las yemas de los suyos, oímos gritos
y pisadas.
- ¡Está ahí! ¡Cogedlo! ¡Coged también a la niña!
Antes de que podamos reaccionar, numerosos generales
nos acorralan, nos atrapan y nos esposan. Nos meten en un automóvil sumamente
lujoso. Mi hermano intenta resistirse, por lo que uno de ellos le propina un
golpe en la sien con la culata de su rifle. Cae redondo en el suelo. En
cuestión de milésimas de segundo, por fin comprendo qué es lo que quería decir
su mirada. Me avisaba del peligro desde un primer momento. Un sentimiento de
culpabilidad me invade. Un general me interroga mientras otro conduce hacia un
destino indeterminado.
- ¿Tienes algo que decir en tu defensa?
-Ojalá hubiese podido leer su mirada. Y ojalá tu a
partir de ahora no dejes de leer la de los cientos de vidas que lleváis a
vuestras espaldas, víctimas de la tiranía y la esclavitud que les proporcionáis
a vuestro pueblo. Decís amar a vuestros vecinos bajo las falacias de rechazo
hacia el egoísmo. Dime, ¿qué es lo que se siente cuando te das cuenta de que
actuar bajo las directrices de lo que rechazas no te convierte en más que un
hipócrita?
Los ojos del general parecen inyectados de ira. Sus
venas se dilatan y me propina un golpe en la sien con la mayor fuerza posible.
Después de eso, todo se vuelve oscuro y reina el silencio, haciendo que mi
mirada se apague, quién sabe por cuánto tiempo.