lunes, 20 de mayo de 2019

PATRICIA DE HARO (1º DE BACHILLERATO)GANA EN SU CATEGORÍA EL CONCURSO DE RELATOS QUE EL IES PADRE POVEDA CONVOCA CON MOTIVO DE LA FERIA DEL LIBRO.



No es la primera vez que ocurre. Patricia De Haro vuelve a ganar el Concurso de Relatos del IES Padre Poveda. Enhorabuena por tu constancia y por este relato tan bien construido que pone de manifiesto dos cosas importantísimas: que has sido siempre una lectora voraz y que cada día te gusta más escribir. Muchas felicidades. Disfruta de tu premio. Dejo por aquí tu texto para que todo el mundo pueda leerlo.
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Observo mi reflejo en el espejo del baño mientras mi madre me coloca el pelo en un moño y me lo cubre con la cofia negra, como hace cada mañana. Algunos rizos se resisten y veo como caen por mi cara, tapando mis ojos verdes. En otras circunstancias, mi madre me habría ayudado a retirarlos entre risas. Sin embargo, hoy tiene una actitud muy diferente a la que suele tener cuando el día comienza. Su sonrisa armónica que nos contagia su buen humor para comenzar con ganas la jornada se ha visto sustituida por un semblante inexpresivo y serio, a través del cual se escapan involuntariamente pequeños indicios de nerviosismo. Se seca el sudor en el delantal y, con las manos temblorosas, me pasa el atuendo que tenemos guardado para las ocasiones especiales: un vestido de seda de color azul con pequeños detalles bordados en negro. Me queda algo corto, quizá demasiado. A pesar de llevar unas botas de cuero, los tobillos se me ven bajo la falda, así que me pongo unos calcetines mucho más altos para tapar mi piel. Hace demasiado tiempo que no me lo pongo. La vida aquí es tan monótona que no hay lugar para ocasiones especiales. Cuando salgo del baño, se acerca dudosa a mí. Me observa con ojos vidriosos y tristes, y después de pensarlo un poco, la abrazo muy fuerte por un rato largo, o quizá no tan largo, pues en sus brazos el tiempo siempre se paraliza y las agujas del reloj permanecen petrificadas, hasta que las devuelve a la vida con su aliento cuando me susurra al oído:
-Estás preciosa. Feliz cumpleaños, Lena. Tómate tu tiempo, cuando creas que estás lista avísame, te estaremos esperando en la puerta.
Hoy cumplo 16 años, pero ojalá este día no hubiese llegado nunca. Sin apartar la mirada de la ventana, oigo como cierra la puerta de mi habitación y, cuando se aleja, suelto el aire que estaba conteniendo y me paro a observar a mi alrededor con detenimiento.  Me centro en los sonidos que producen los niños correteando de camino a la escuela, las ruedas de las carretas que transportan cientos de kilos de trigo recogidos en las cosechas, los vecinos dirigiéndose a sus respectivos puestos de trabajo… en definitiva, me centro en los sonidos de la comunidad, mi comunidad. Aquí todo funciona de forma diferente, pues prescindimos de todas aquellas comodidades que ha ido creando la civilización: carecemos de electricidad, electrodomésticos y automóviles, así como del resto de objetos que impliquen algún lujo en el día a día. Mi padre, desde que era muy pequeña, nos ha hecho creer a mi hermano y a mí que este es el estilo de vida que hay que llevar si queremos alcanzar la paz espiritual plena. Debemos llevar una vida altruista, en la que todo sea por y para beneficio de todos. El egoísmo es considerado el más puro veneno en nuestra comunidad. Además, nuestra vida debe ser sobria, carente de comodidades, lujos y privilegiopropios de una civilización corrompida por la tecnología y los medios de comunicación, que convierten a dichas personas en un rebaño sin criterio que sigue las directrices de unos pocos que cuentan con todo el poder. Así lo dice la Ordnung, la ley suprema que nos une a todos nosotros, a todos los Amish. De repente, la nostalgia me invade, haciéndome echar de menos algo a lo que aún no he dicho adiós. Me consuela saber que este adiós será por tiempo limitado, tras el cual todo volverá a la normalidad. Armándome de un valor que no existe, salgo de mi habitación siendo plenamente consciente de que una vez que cruce el umbral de la puerta, todo cambiará. Será el principio del fin; el fin a la seguridad y la tranquilidad de la comunidad que introduce el principio de una nueva vida llena de incertidumbre y, aunque me cueste reconocerlo, llena de miedo.
En silencio, mi familia y yo nos dirigimos a la plaza, el centro neurálgico de la comunidad. A medida que vamos avanzando, las figuras de mis vecinos se suceden en sus distintos puestos de trabajo, multiplicándose poco a poco. Es la primera vez que me fijo tanto en sus rostros y su anatomía, tan cansados y desgastados por el exceso de trabajo que asusta. La mayoría de ellos no superan los 35 años, pero su eficiencia se ha visto mermada por las largas jornadas a las que están expuestos. Obvio un poco esta situación con el consuelo banal de pensar que lo hacen por y para el beneficio de todos los que formamos parte de la comunidad. A pesar de que mi madre intenta hacerme sentir tranquila y cómoda, las miradas inquisidoras de mi padre me provocan un sudor frío por todo el cuerpo. Sé perfectamente qué es lo que quiere transmitir con ellas. Sus amenazas llegan a mí y se me clavan en lo más profundo sin necesidad de articular palabra, haciéndome saber que no puedo abandonar la comunidad como hizo mi hermano, hace hoy exactamente 12 años. Apenas puedo recordar cómo eran las facciones de su cara, simplemente guardo algunos momentos en los que jugábamos juntos, donde dejaba ver su personalidad completamente rebelde, competitiva e independiente. Sin duda alguna, si abandonase la comunidad, sería una deshonra para mi padre y para toda mi familia, además de un peligro para mi propia integridad. A aquellos que abandonan se les llama desertores, y están en busca y captura por las fuerzas más importantes de la ciudad: los generales. Ellos lo controlan todo. Son los encargados de mantener a la comunidad unida, por lo que cuando alguien abandona, debe ser perseguido, pues se cree que se ha aprovechado durante toda su vida como miembro Amish de los beneficios que la comunidad le ha ofrecido. Cuando llegamos a la plaza, la ceremonia ya ha comenzado. Intento distinguir caras conocidas entre la multitud, pero no lo consigo, lo que hace que mi miedo aumente aún más al tener que enfrentarme a esta experiencia sola. Los gritos de júbilo se suceden entre los allí presentes, lo que hace que mi expresión se torne cada vez más perpleja al no comprender el por qué hay tanta felicidad a sabiendas de que estamos a punto de salir de la comunidad por un periodo de tiempo aún sin determinar. Una vez que llega el General Mayor, todo el mundo calla. Suelta un par de líneas sin sentido a modo de discurso insustancial al que no presto mucha atención. Un golpe de mi padre en el hombro es lo que me hace espabilar y retomar el hilo de sus palabras:
-Ahora que todos habéis cumplido 16 años, queda inaugurado vuestro Rumspringa. Vais a ser capaces de conocer cómo se vive en lo ajeno a nuestra comunidad, pues queremos comprobar si habéis alcanzado el punto álgido de vuestra madurez. En la comunidad creemos que estáis lo suficientemente preparados como para salir bien parados de esta pequeña prueba en la que estaréis en pleno contacto con todo lo que creemos que corrompe al ser humano: lujos, vicio, comodidades y otros innumerables placeres. Tras él, decidiremos qué trabajo os será asignado para contribuir al mejor funcionamiento de nuestro hogar, teniendo en cuenta si habéis sido capaces de evitar la caída en las tentaciones que os aparecerán en el camino. Dicho esto, disfrutad de vuestro tiempo en contacto con la civilización. Éste siempre será vuestro hogar; estaremos esperando vuestro regreso con los brazos bien abiertos.
Sus palabras suenan igual de frías que el abrazo que me da mi padre al despedirse de mí. Justamente antes de subir al carro que nos llevará a la ciudad, mi madre me para en seco, me aparta un poco de la multitud y me entrega algo de dinero para poder desenvolverme bien y un pequeño colgante de esparto hecho por ella misma. Cuando le pregunto, evade el darme una respuesta.
-Confía en mí. Guárdalo y cuídalo como si fuese tu último aliento de vida. Y sobre todo y más importante, no te lo quites nunca. Lo vas a necesitar.
Me da un último abrazo y me ayuda a subir en el carro. Sus palabras resuenan en mi cabeza y me martillean constantemente durante todo el viaje. Intento buscarles un significado, pero no lo consigo. Supongo que aún tengo tiempo de encontrarlo; nos espera un largo y duro trayecto hasta llegar a Filadelfia (513 kilómetros desde Cranberry, distrito en el que se encuentra nuestro grupo, para ser más exactos). Durante el viaje, entablo algo de conversación con otra chica cuyo rostro muestra la misma expresión de pavor que tenía mi madre cuando me vio subir en este carro, lo que me provoca una sensación extremadamente familiar y me hace sentir un poco más cómoda, permitiéndome así evadir momentáneamente los pensamientos tan destructivos que se agolpan en mi cabeza y pelean por salir a la superficie. Es una muchacha de baja estatura, pelo corto y rubio, sumamente risueña. Su nombre es Celia, y, a pesar de sus intentos para mantenernos a flote y evitar que ambas nos derrumbemos, creo que si tengo que permanecer por mucho más tiempo encerrada en esta caja de madera vieja que comienza a pudrirse acabaré perdiendo la poca cordura que me queda. El tenernos a todos aquí hacinados provoca que la calidad del aire vaya empeorando. Los olores se mezclan entre sí, al igual que lo hacen las voces. De repente, empiezo a sentirme desorientada, mareada, así que me dejo llevar y acabo cayendo en un sueño muy profundo. En él, aparece la figura de mi hermano, aún sin rostro. Ambos entablamos una carrera hacia el porche de nuestra casa para recibir a nuestro padre tras una larga jornada de trabajo. Antes de que podamos fundirnos en un fuerte abrazo con él, los generales lo frenan en seco y lo tiran al suelo. Mi hermano intenta abalanzarse sobre ellos, pero mi madre lo detiene y nos protege a ambos tras su espalda. Los gritos y los golpes se suceden, y en ese momento me despierto. No estoy segura de si ha sido una pesadilla o más bien un recuerdo que permanecía oculto por la conmoción de las imágenes.
- ¡Eh, espabila! Estamos a punto de llegar a Filadelfia. Tan sólo nos quedan 10 minutos. ¿Qué es lo primero que vas a hacer al bajar? – me pregunta Celia mientras me zarandea efusivamente para que termine de despejarme.
- Creo que buscaré algún sitio en el que poder pasar la noche y algo de comida – contesto, sin estar muy segura de mi respuesta, ya que ni siquiera me había parado a pensar en ello.
- Voy contigo.
Le sonrío y le asiento como muestra de aprobación, tras lo cual se le iluminan los ojos. Creo que a ambas nos hará falta algo de compañía en estos momentos.
Bajamos del carro y nuestras miradas van dirigidas en unísono al cielo, intentando averiguar dónde se sitúa el fin de los edificios tan altos que cubren toda la ciudad. Perplejos, nos vamos dispersando unos de otros. Aún incapaz de salir de su asombro, Celia me pregunta:
-Bueno, ¿ahora qué? – el miedo vuelve a apoderarse de ella, así que tengo que tomar las riendas de la situación. Tengo claro que el apoyo que me puede brindar en estas circunstancias puede ser determinante para no desistir, así que, al igual que hizo ella conmigo durante el viaje, intento calmarla.
- ¿Tienes hambre? – asiente con la cabeza – Ven, vamos a buscar algún sitio en el que podamos comprar algo de comida; más tarde veremos donde podemos pasar la noche.
Entramos a un establecimiento enorme, lleno de baldas repletas de comida. En la comunidad, para poder obtener comida debemos esperar al sábado, día en el que los agricultores muestran los productos de sus cosechas en la plaza. Cada familia tiene asignados cierta cantidad de productos, la cual no puede excederse. Aquí todo es diferente: la gente tiene la libertad total de comprar cualquier cosa que desee, sin cantidades preestablecidas ni límites de ningún tipo. Acabamos decantándonos por un par de manzanas y algo de pan por el módico precio de 1 dólar. Salimos del establecimiento. El combustible de los automóviles, la gente corriendo de un lado para otro, las luces y el ruido que envuelve la ciudad es completamente atrayente, pero cuanto menos aturdidor. No nos deja pensar con claridad, así que, cuando encontramos un pequeño callejón donde todo parece algo más tranquilo, nos introducimos en él. Mientras comemos y pensamos qué será lo siguiente, vemos como alguien sale de la puerta trasera de un establecimiento a fumar. Es un muchacho de no más de 20 años de edad. No le presto mucha atención, pues su apariencia es la de otro filadelfiano más: atuendo desaliñado pero sencillo, compuesto por una camiseta y unos vaqueros, pelo despeinado, aire misterioso, pero con una sonrisa cálida y cercana.
-Oye Lena, ¿y ese colgante? Es muy peculiar.
-Me lo dio mi madre justo antes de partir.
Me saco el colgante del cuello y se lo doy a Celia para que pueda verlo más de cerca, cuando de repente veo como el muchacho se acerca hacia nosotras a pasos agigantados. Le quita de un tirón el colgante de las manos a mi compañera de viaje y lo observa, mientras me mira. Es raro, pues es la primera vez que no soy capaz de distinguir qué es lo que quieren decir sus ojos. No son inexpresivos, pero tampoco los llego a comprender. Intento arrebatarle lo que es mío, sobresaltada, pero, para mi sorpresa, me lo entrega sin mostrar resistencia y se esfuma rápidamente, haciendo una mueca y frunciendo las cejas. Celia empieza a reírse para restarle seriedad al asunto.
-Creo que ya podemos inaugurar la lista de ``anécdotas extrañas que nos han ocurrido en Filadelfia´´, ¿tú como lo ves? – me río con ella, pero en el fondo sé que esto es algo más que una simple anécdota y que ese chico intentaba decirme algo. Supongo que siempre me quedaré con la duda.
Esa misma noche, encontramos un hostal muy barato en el que dormir. Es todo sumamente extraño. Las velas y las lámparas de aceite se han visto sustituidas por bombillas, y, a diferencia de casa, el agua no está almacenada en barriles, sino que circula a través de un alcantarillado hacia una serie de grifos colocados por el baño. Sin duda, todos estos lujos harían nuestra vida más cómoda, pero no puedo desenfocar la vista de mi objetivo: superar esta prueba con creces para conseguir ser alguien de provecho en la comunidad.
En los siguientes días, mi objetivo se va difuminando cada vez más: he usado el transporte público, los electrodomésticos del hostal, incluso he encendido la televisión y he ojeado las emisiones de forma superficial.No sé si echo de menos o no la comunidad. Siento que me estoy dejando llevar demasiado, pero la sensación que otorga la palabra libertad me provoca un sabor agridulce que estoy exprimiendo al máximo dentro de los límites de mi responsabilidad. De repente, Celia entra a mi habitación para invitarme a salir con unas chicas que ha conocido recientemente. La mirada inquisidora de mi padre aparece en mi memoria, pero acepto la invitación aún con recelo, con el pretexto de tener que proteger a mi amiga. Al llegar al lugar de encuentro, se presentan. Sin duda todas ellas parecen chicas sumamente simpáticas y agradables, pero no me abro demasiado. Mi instinto me hace saber que aún no estoy totalmente acostumbrada a este ritmo de vida tan desenfrenado, ni creo que quiera hacerlo, pues sé que tarde o temprano tendré que volver a la cotidianeidad. Entramos a una discoteca gigantesca. Celia y el resto de chicas parecen estar disfrutando de la noche. Se dejan llevar por el ritmo de la música e incluso aceptan sustancias de todo tipo. El olor a alcohol y sudor crea una atmósfera húmeda, casi irrespirable. Intento detener a Celia, pero ha perdido el autocontrol por completo y, llegados a este punto, creo que es ella la única que puede salvarse a sí misma. Una vez que estoy decidida a irme, me giro hacia la puerta y lo veo. Ahí está de nuevo. Es el chico de la mirada inexpresiva, observándome fijamente como si intentase leer cada sílaba de mi pensamiento. Me hace un gesto con la cabeza para que salgamos fuera. Él lo hace primero. Le sigo, confiada, con una actitud serena y tranquila que me sorprende gratamente.
-He estado esperando este momento muchos años, Lena. ¿No vas a decirme nada?
Con la voz entrecortada y el corazón en un puño, consigo articular palabra
-Creo que no nos conocemos. Te has confundido de persona, lo siento mucho.
Doy media vuelta para irme, pero el muchacho desconocido de mirada inexpresiva me agarra rápidamente de la muñeca y posa sobre mi mano un objeto de tacto similar a mi colgante de esparto. Sin atreverme a mirarlo, palpo su forma y descubro que es muy similar al que llevo en el cuello, prácticamente idéntico.
- ¿Aaron? – Balbuceo, sin saber si espero una negativa a la pregunta.
-Entiendo que no me reconozcas, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vi. Tenías 4 años. Aún conservas la misma cara de pícara y tus mejillas sonrojadas. Sé que probablemente no quieras saber nada de mí, y lo entiendo. Pero tengo algo que contarte, y es importante que me escuches con atención. Mamá nos dio ese colgante para que nos reconociésemos una vez llegados a este punto. También me dio esta carta cuando comenzó mi Rumspringa. En ella me explica toda la realidad de la comunidad, Lena. Y mi objetivo ahora no es volver a esa cárcel a la que llamas casa, sino salvarte de la condena de que tengas que pasar ahí dentro el resto de tus días.
- ¿Por qué abandonaste? ¿Por qué nos abandonaste a papá, a mamá y a mí?
-La comunidad no es lo que parece. No es todo tan idílico como los generales nos hacen creer. Nos utilizan como simple mano de obra. Nos hacen creer que la igualdad es posible, que todos somos iguales en recursos y oportunidades allí dentro, pero nada más lejos de la realidad. ¿Recuerdas cuando éramos pequeños y los generales apalearon a papá delante de nuestros propios ojos? Dime, ¿lo recuerdas? – asiento, recordando el sueño que tuve en el trayecto a Filadelfia. – pues bien, la razón de que esto ocurriese fue el descubrimiento de toda la verdad gracias a papá. Todo fue un accidente, él no quería atentar contra la comunidad, pero desde entonces, le obligan a trabajar el doble y las amenazas le llegan constantemente. Por eso defiende tanto el funcionamiento de nuestro grupo. Y por eso mamá quería salvarnos de él. Utilizan esta prueba para ver qué mentes son las más fieles al régimen y cuales tienen una personalidad mucho más rebelde y caótica, como es la nuestra, para darles trabajos mucho más forzosos y mantenerlos siempre bajo su mando. Ten, aquí tienes la carta, por si quieres leerlo con tus propios ojos y crees algo más lo que te estoy diciendo si procede de puño y letra de mamá.
Mientras leo la carta, mi hermano intenta convencerme de que huya con él. Estoy tan confusa y tan perdida ahora mismo que no soy capaz de darle una respuesta. Reconozco el colgante, reconozco la letra de mi madre en la carta, pero toda esta información me viene tan de repente que no sé si debo fiarme. Me tiende la mano para que huya con él. Yo, una desertora. Pienso en mi familia.
-Ellos ya no tienen la oportunidad de salvarse. Están condenados a vivir en una esclavitud camuflada bajo un disfraz de igualdad y equidad. Nosotros aún estamos a tiempo.
Me tiende la mano para salir corriendo, juntos. Justo cuando las puntas de mis dedos rozan las yemas de los suyos, oímos gritos y pisadas.
- ¡Está ahí! ¡Cogedlo! ¡Coged también a la niña!
Antes de que podamos reaccionar, numerosos generales nos acorralan, nos atrapan y nos esposan. Nos meten en un automóvil sumamente lujoso. Mi hermano intenta resistirse, por lo que uno de ellos le propina un golpe en la sien con la culata de su rifle. Cae redondo en el suelo. En cuestión de milésimas de segundo, por fin comprendo qué es lo que quería decir su mirada. Me avisaba del peligro desde un primer momento. Un sentimiento de culpabilidad me invade. Un general me interroga mientras otro conduce hacia un destino indeterminado.
- ¿Tienes algo que decir en tu defensa?
-Ojalá hubiese podido leer su mirada. Y ojalá tu a partir de ahora no dejes de leer la de los cientos de vidas que lleváis a vuestras espaldas, víctimas de la tiranía y la esclavitud que les proporcionáis a vuestro pueblo. Decís amar a vuestros vecinos bajo las falacias de rechazo hacia el egoísmo. Dime, ¿qué es lo que se siente cuando te das cuenta de que actuar bajo las directrices de lo que rechazas no te convierte en más que un hipócrita?
Los ojos del general parecen inyectados de ira. Sus venas se dilatan y me propina un golpe en la sien con la mayor fuerza posible. Después de eso, todo se vuelve oscuro y reina el silencio, haciendo que mi mirada se apague, quién sabe por cuánto tiempo.



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